Los azares

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He salido muy cansado de la clase de los miércoles -las clases me dejan un estado de estimulación y agotamiento- y he ido caminando por la calle Once en dirección al metro, por las aceras tranquilas del Village, alumbradas sobre todo por la claridad de las ventanas de las casas, que no tienen cortinas, y en las que muchas veces se ven estanterías de bibliotecas, paredes pintadas de color burdeos, lámparas de pantalla grande. Al llegar a la Séptima avenida he visto inesperadamente el letrero luminoso del Village Vanguard, rojo vivo suspendido sobre la penumbra de la acera. Eran algo más de las ocho y media. Elvira estaba tomando algo con unos amigos, con Xavi y David Valenzuela. Venía dejándome llevar por el alivio de volver a casa, pero el letrero del Village ha despertado una tentación, algo escéptica. No he reservado con antelación, y probablemente no habrá sitio. No sé quién tocará esta noche. He bajado las escaleras estrechas y he guardado turno detrás de una pareja que llevaba impresa una copia de su reserva. Del interior del club viene un rumor animado de gente, de cubetas con hielo, de vasos de cristal. Le digo al portero que no he reservado: se encoge de hombros y me dice que pase, y que me siente donde pueda, después de pedirme 25 dólares. Todo es impremeditado y todo es fácil. Hay una mesita en un costado, muy cerca de donde toca la banda. En la esquina, distingo la cabeza calva o afeitada de Paul Motian, sus gafas ahumadas con montura de plástico.

De modo que es él quien va a tocar. Lo he visto aquí varias veces, pero nunca tan cerca. Me recuerdo a mí mismo que hace justo cincuenta años este hombre estaba tocando la batería en este mismo lugar con Bill Evans y Scott LaFaro, en un trío que pertenece no a la historia del jazz, sino de la música del siglo XX. Me pido una cerveza. Se apagan las luces de la sala, se encienden los focos que alumbran las cortinas rojas detrás del pequeño escenario esquinado. “Ladies and gentlemen, please welcome the Paul Motian Quintent”, dice un presentador. Los músicos van ocupando su sitio: ninguno menos de cuarenta años más joven que Paul Motian. Un pianista, un saxo tenor, un contrabajo, un saxo alto que tiene delante un bellísimo clarinete bajo, negro y color plata. Erecto, enjuto, con su cabeza afeitada, quieto y sereno en el taburete de la batería, Paul Motian tiene una dignidad definitiva de escriba egipcio. Un traje negro, una camiseta negra que revela un torso imposible en un hombre de casi ochenta años, las gafas con cristales color caramelo, unas grandes zapatillas de deporte.

Lo que sucede sin pausa durante la siguiente hora no puedo describirlo. Para hacerse una idea hay que escuchar algunos de los discos que Motian ha grabado en Winter & Winter durante la última década, en los cuales la batería, en vez de marcar un ritmo continuo, establece una gasa de sonoridades en torno a los otros instrumentos, de lentitudes que tienen algo del tiempo como hechizado de Morton Feldman, y a la vez un swing muy seguro, un vuelo suspendido. Veo de cerca cómo una diferencia de uno o dos centímetros en el lugar del platillo donde golpea la baqueta significa un mundo de sonidos distintos. La batería parece capaz de una riqueza de armonía y melodía semejante a la del piano, ese otro instrumento de percusión. En los solos de los músicos no hay ni rastro de exhibicionismo, como sucede muchas veces: hay una expresividad contenida, una exploración aventurada y segura. Hasta los aplausos que premian el logro personal de cada uno son medidos, para no tapar ni una nota, para respetar el solo que viene a continuación.

Una mujer guapa y mayor que está en la mesa de al lado me pregunta al final si tendrá que pagar de nuevo entrada para quedarse al siguiente pase. Le digo que no, que solo una bebida. Es una de esas mujeres solas y desenvueltas que se ven mucho en Nueva York, cenando tranquilamente sin compañía, tomando algo en la barra de un restaurante. Me dice, con una sonrisa que le ilumina la cara, los ojos claros detrás de unas gafas: “Hace quince años que no venía. Y está todo igual, cada detalle, exactamente lo mismo que la última vez”.